EL ESTIGMA EN EL SUICIDIO
Psicólogo General Sanitario.
El suicidio, recién incluido en el DSM-5 TR, la última actualización del DSM-5, es una realidad transversal a muchos de los trastornos de los que hemos estado hablando hasta el momento. Especialmente asociado a la depresión, ha adquirido mayor notoriedad últimamente a raíz de la avalancha de casos que se han producido ligados, o no, a la presencia diagnosticada de un trastorno mental. Debido a esta realidad y a la importancia del tema, me pareció interesante añadir en la obra un breve capítulo dedicado a la estigmatización que sufren las personas en la sociedad cuando han cometido un acto suicida. La huella del estigma y los prejuicios se vuelve aterradora para ellos y dificulta mucho su día a día a posteriori del hecho.
Cada año cerca de 700.000 personas se quitan la vida, y muchas otras intentan hacerlo. Todos los casos son una tragedia que afecta a las familias, a las comunidades y a los países, conllevando efectos duraderos para los allegados de la víctima. Puede ocurrir a cualquier edad y, de hecho, en 2019 fue la cuarta causa de defunción en el grupo de 15 a 29 años en todo el mundo.
Tampoco es una realidad que tome en cuenta el nivel socioeconómico, puesto que afecta a países con altos y bajos ingresos y a todas las regiones del mundo. De hecho, más del 77% de los suicidios ocurridos en 2019 tuvieron lugar en países de ingresos bajos y medianos.
El estigma existente en nuestra sociedad en relación con las personas que se intentan suicidar es un hecho tan evidente como el tabú existente hacia la muerte. El instinto más fuerte en los seres humanos es el de supervivencia y, por ende, el suicida va en contra él, haciendo que el suicidio sea considerado un acto cobarde que lleva a la estigmatización. ¿Pero es un acto de libertad o de cobardía? Parece evidente que el que no pidió venir a este mundo puede irse cuando quiera, pero casi nunca respetamos en alguien la decisión de suicidarse. Del otro lado, los supervivientes, con frecuencia, es posible que nos sintamos culpables por no haber podido “salvar” a esa persona.
Las personas del entorno del suicida, se sienten, a menudo, objeto del dedo acusatorio. Por ello se rodea al suicidio de un halo de silencio. No sienten ganas de hablar de ello y se percibe que los demás tampoco quieren que se les hable sobre lo que ha sucedido. Pero muchas veces, hace falta comentar lo sucedido.
Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), el suicido puede ser concebido como el acto deliberado y llevado a cabo por alguien que tiene plena consciencia del resultado final. A su vez, cuando el suicida no consigue éxito, pasa a ser clasificado por la literatura como tentativa de suicidio. Además, se puede considerar que tanto la tentativa como el acto suicida en sí son motivados por ideaciones, o sea, pensamientos generalmente relacionados con el desamparo, que llevan al individuo a pensar y planear su propia muerte. Pese a los esfuerzos relativos a la prevención, el acto suicida todavía se presenta como algo inesperado, debiendo ser analizado de forma amplia, ya que su ocurrencia muchas veces se da por la sumatoria de variables de riesgo, así como por la incapacidad del individuo de resolver conflictos.
Al revisar la literatura sobre el suicidio se advierte que éste ha sido tratado de forma distinta según la época y las circunstancias sociales, pasando de ser considerado un crimen, a un pecado y, por último, a una enfermedad mental. Como dice Szasz, en la época actual la visión del suicidio como una manifestación de la enfermedad mental es presentada no solo como verdadera, sino como beneficiosa tanto para los pacientes como para el resto de la población. Esta afirmación no ve a la persona como un ser malvado por sus actos, pero lo estigmatiza al considerarlo loco.
El efecto estigmatizador del suicidio se puede ver perfectamente desde la doble perspectiva de Goffman. Por un lado, como una marca o atributo individual que vincula a la persona con ciertas características indeseables o estereotipos negativos de la persona como «huellas o manchas del carácter» y, por otro lado, como un producto socialmente construido por un doble proceso interpersonal, de censura y rechazo por el grupo o la sociedad. Estamos de acuerdo con Duncan cuando afirma que el estigma no es algo que existe en la cabeza de la gente sino que se construye a partir de las relaciones interpersonales con una dinámica propia, en un contexto y una realidad determinada, convirtiéndose en un producto social. Así, el estigma del suicidio afecta no solamente a la persona que lo vive, sino a también a su familia y a los profesionales sanitarios.
Cuando tiene lugar un intento, generalmente observamos un cambio significativo en la imagen personal, familiar y social consecuencia del hecho suicida, detectándose también un cambio importante en la representación de las relaciones interpersonales. Aquí vemos como un familiar de un usuario ingresado en una residencia de salud mental en Barcelona nos lo explica: «Cada uno a nuestra manera, pero nos afectó a todos, yo pienso que a partir de esta experiencia difícilmente nada volverá a ser como antes… es como si hubiera cambiado el concepto que tenía de mi madre, antes todos estábamos en contra de mi padre porque bebía, pero ahora nos sentimos más unidos a él. Yo, a mi madre siempre la había visto muy fuerte, pero desde que pasó aquello -no sé cómo explicarlo- la veo de otra manera… también he cambiado la imagen que tenía de mi familia… La veo como más débil, a veces ¡me entran ganas de echar a correr!» (Hija).
Por otro lado, aquí podemos ver la otra cara del estigma, el aspecto más positivo, o en la nomenclatura de Goffgman cuando los demás reconocen en la diferencia un aspecto de sí mismos que les permite aceptar y compartir sus propios defectos: «Desde que salí del hospital y me incorporé a los estudios, muchos compañeros han venido a contarme sus problemas más íntimos: problemas sexuales, de anorexia, de intentos de suicidio… Cosas que no se explican a un extraño. Yo antes era el “Superman” de la clase, pero a mí nadie me había explicado nunca cosas tan íntimas… No sé, por una parte es como si me hubiera mostrado públicamente como un cobarde, porque decidí abandonar, pero por otra parte me atreví hacerlo, en cambio mis amigos de siempre evitan hablar del tema«.
En las narrativas aparece con frecuencia una ambivalencia entre la representación del suicidio como un acto de cobardía o un acto de valentía tanto por parte del enfermo como de la familia. En este sentido nos sorprende la paradoja de una madre, que después de haber narrado el intento de suicidio de su hijo y lo cobarde que había sido al no enfrentarse con los problemas que tenía, se refiere a lo que supuso el hecho de la siguiente manera: «Cuando estoy agobiada pienso: qué tranquila estaría en el cementerio’. Yo no he pensado en el suicidio porque soy cobarde«. Esta representación aparentemente contradictoria entre el valor asignado al acto de atentar contra la propia vida como coraje o cobardía, aparece en gran parte de las personas que pasan por esto, generando en el propio sujeto y en su entorno, sentimientos ambivalentes que se intentan resolver en la práctica utilizando múltiples estrategias. Desde mi punto de vista, esta paradoja en el discurso pone de manifiesto la diferencia entre la dificultad en el vivir y el deseo de morir. Aspecto que debe ser tratado en profundidad por los profesionales sanitarios para debatir los problemas y buscar soluciones conjuntas paciente/familia.
También se podría entender que el acto suicida se representa como una manifestación de impotencia y fracaso ante las agresiones del entorno o como una respuesta personal activa y decidida a un medio agresivo que se considera como inaceptable y al que se arremete con el acto suicida. Así, vemos como el sujeto que atenta contra su propia vida no solo es capaz de afectarse a sí mismo sino también, con su acto, perturba de una manera decisiva a su entorno familiar y social. Entorno que deberá ser considerado en el proceso terapéutico.
Puede que la vergüenza asociada al estigma sea aún uno de los sentimientos más difíciles de sobrellevar en los familiares: hijos, padres, maridos, etc. Y, consecuencia de ello, aparece la necesidad de ver la conducta suicida como un hecho accidental. La familia crea su propio mito respecto a lo que realmente ocurrió. Así, es frecuente salgan referencias en relación a quién sabe y quién no sabe en el entorno familiar y social el hecho del intento de suicidio. Quedando el conocimiento del hecho circunscrito a las personas de su círculo más íntimo o a las que en su momento no se les pudo ocultar.
El familiar persiste en la búsqueda de algo o alguien que le permita comprender y dar un sentido al porqué de la experiencia vivida y reducir su sufrimiento. Muchas veces estos familiares buscan respuestas que van encaminadas a liberarlos de su responsabilidad de los intentos de suicidio o distanciarles del cuidado, reafirmarlos en la idea que lo que hacen está bien y que es todo lo que pueden hacer, situar la causa de los intentos de suicidio fuera de la relación y expresar la posibilidad de mejora. Estos aspectos parecen constituir una estrategia cognitiva útil para reducir la angustia que el estigma del suicidio genera en el familiar cuidador, permitiéndole, al mismo tiempo, una distancia emocional adecuada para seguir enfrentándose a sus dificultades.
En definitiva, parece que el estigma en relación a los intentos de suicidio, aumenta significativamente el sufrimiento individual y familiar, dificultando el uso oportuno de los servicios de salud, la búsqueda de ayuda y la evolución del proceso. La prevención del aislamiento social y familiar tiene que ser determinante para la disminución del estigma.
En mi humilde opinión, la demanda de la persona que atenta contra su vida esconde una petición de ayuda, amor y escucha bajo la presión de muerte latente y, para dar respuesta a esta solicitud de ayuda es importante que además de los cuidados físicos o psicológicos tengamos en cuenta los aspectos culturales. Desde mi punto de vista, una evaluación cuidadosa y centrada en la persona con intentos de suicidio, debe basarse tanto en el conocimiento científico sobre el problema de la persona como en las competencias humanas y el significado social y cultural de la conducta suicida, puesto que ambos factores son significativos en el cuidado integral a la persona y la familia.
Referencias
Aran, M., Gispert, R., Puig, X., Freitas, A., Ribas, G., y Puidefábregas, A. (2006). Evolución temporal y distribución geográfica de la mortalidad por suicidio en Cataluña y España. Gaceta sanitaria, 20(6), 473-478.
Duncan P. (2005). Estigma y exclusión social en la enfermedad mental: Apuntes para el análisis y la investigación. Revista de Psiquiatría y Salud Mental Hermilio Valdizan, 6(1), 3-14.
Goffman, E. (2006). Estigma. La identidad deteriorada. Amorrortu.
Pedersen, D. (2009). Estigma y exclusión en la enfermedad mental: Apuntes para el análisis e investigación. Acta psiquiátrica y psicológica de América Latina, 55(1), 39-50.
World Health Organization (2021). Suicide Prevention. https://www.who.int/health-topics/suicide#tab=tab_1